El gran sueño de mi vida desde los nueve años era ser escritora. Como Juana Spyri, Louisa May Alcott, Charlotte Brontë o Poldy Bird. Todas esas mujeres que habían escrito los libros que yo amaba.
El camino lógico, entonces, era estudiar para serlo. Y comencé, muy entusiasmada y por recomendación de mi profe de Lengua, con Edición en la UBA. Pero el ambiente tan politizado y de institución tomada fue demasiado para mí, que solo quería leer y escribir y, a lo sumo, ir a clase y poder entrar al edificio.
Ante mi decepción, la misma profe me recomendó el Profesorado de Lengua y Literatura y allá fui, con todos mis sueños y todas mis ilusiones en la mochila.
Digamos que tendría que haberlas puesto en papel de burbuja.
Porque no fue lo que esperaba. Para nada.
Con respecto a escribir, el único texto de ficción que me hicieron crear en treinta materias fue una descripción, de un párrafo, de un puente. Que encima volvió todo tachado porque no se ajustaba a la idea de describir de la profesora. No se trataba de ser creativa ni poética ni sensible: se trataba de ajustarse a las normas de la descripción y de la consigna.
Bueno, si no se trataba de eso, al menos podría leer mucho.
Y sí, leí mucho: teorías literarias (escritas por hombres de otros siglos), novelas clásicas (escritas por hombres de otros siglos), novelas argentinas (escritas por hombres de otros siglos), cuentos y poesías (escritas por hombres de otros siglos), retazos de historia occidental (¿adivinás escrita por quiénes, o hace falta que repita?), política, filosofía… Y así.
El único texto escrito por una mujer que recuerdo haber leído, en Pedagogía, fue un artículo de dos páginas de Rosario Vera Peñaloza, en el que criticaba los modos de enseñar (en su época, cien años atrás) y que, hasta ahora, nadie se había esmerado en cambiar, mejorar o vetar.
Me estaban enseñando todo tal cual ella decía que no debía hacerse.
Luces rojas había un montón, pero cuando una decide estudiar algo, se supone que es para aprender, mejorar, y una va a los lugares en los que, se supone, saben sobre el tema.
Nada más distorsionado de la verdad que eso. Al menos, aprendí a no suponer nada.
Con el tiempo me di cuenta de que allí se catalogaba, se opinaba y se restringía el pensamiento a una cuadrícula específica de cada materia y de cada profesor. Personas programadas para leer, pensar y transmitir solo cierto tipo de textos, de temas y de ideas. Y el resto o no existía o era simple basura.
Con respecto a la lectura, también estaba ese temita del punto de vista sesgado por el género y la generación. Tuve un puñado de profesores excelentes a los que amé y admiré. Pero eran todos hombres. Latín, Griego y Filosofía, enseñadas por hombres. Leíamos a más hombres, claro, porque bueno, en la antigüedad las mujeres no existían ni como ser vivo.
Y tuve varias Literaturas: Clásica, Italiana, Contemporánea, Española, Argentina… Todas dictadas por profesores. Los libros del programa, of course, escritos por varones. De otros siglos, hasta la contemporánea.
Me anoté en seminarios sobre Borges, Cortázar, hasta Charly García, todos geniales. Pero nunca vi uno sobre mujeres escritoras. Ni siquiera Virginia Woolf o Victoria Ocampo, no sé, ¿alguna?
Las profesoras que llegué a tener eran de materias como Pedagogía, Didáctica, Ciencias de la Educación o Gramática, Morfosintaxis y Ciencias del Lenguaje. Todas materias que no presentaban grandes ideas disruptivas ni cambiavidas, sino que enseñaban cómo eran las cosas, la norma, el orden de los elementos dentro de un marco preestablecido. Establecido por mayoría de hombres, adivino.
Incluso me anoté en un taller sobre Cine y Literatura con una profesora bien de Puán, joven y con muchas ganas. Pero desde Chaplin hasta Onetti y Bolaño, leímos a todos los que fueron al cine o escribieron sobre él. ¿Por qué no leímos a Margaret Mitchell con Lo que el viento se llevó (peliculón)? ¿O a Isabel Allende, que tuvo sus libros en la pantalla también?
Un misterio, la ausencia de las. Directamente, las escritoras no existían. Ni hablar de las escritoras de novela romántica: en ese entorno eran motivo del más burlón desprecio, por lo que yo, calladita para ahorrarme el bullying y programando mi cerebro a puros contenidos machistas para NO escribir. Porque mujer. Y porque romántica.
La última materia que cursé, en 2018, fue Literatura Inglesa. Era mi sueño. Quizás porque esperaba que, al menos, leyéramos a Virginia Woolf.
Y así fue. Yo no sé si tuve mala suerte en eso de anotarme a materias dadas por hombres o es que de verdad el noventa y cinco por ciento lo eran, pero acá tuve la buena fortuna de caer a la clase de esta gran mujer que dijo:
Fue la mejor clase que tuve de las treinta que cursé. Leímos desde Jane Austen hasta Margaret Atwood y teníamos de tarea mirar Outlander para poder fangirlear con la profe off the record antes de empezar la clase.
Gracias a esa clase yo volví a leer romántica, me reencontré como lectora y me reasumí como escritora. Me sentí como a los nueve años.
Y abandoné la carrera para nunca más volver. Fue duro. Pero no me interesaba tener un título ni validez de un sistema que no cambió un poco en cien años ni incluye a la mujer desde su propia constitución, aunque se llenen la boca hablando del pensamiento crítico y la inclusión.
Me costó mucho retomar la lectura de ficción después de años y años de bloqueo lector y escritor. La carrera solo me sirvió para aprender a corregir, revisar y reescribir obsesivamente a lo Borges, y ni siquiera me especializó en eso.
Durante años, emulé el escribir duro, frío y cínico de los hombres (de otros siglos) porque era el único contenido que me habían vertido en la cabeza. Y cuando leo a mujeres contemporáneas, aclamadas por los intelectuales de turno y publicadas por editoriales de supuesto prestigio, generalmente escriben como hombres (me las imagino acomodándose los pantalones y todo).
Una vez me preguntaron en una meditación cómo me imaginaba al ser que escribía en mí. Y juro que me imaginé a un viejo, del porte de Don Quijote, inflexible, cruel, ácido y amargado. Darme cuenta de eso me hizo entrar en una noche oscura del alma.
Por suerte, y después de años de trabajo interno, introspección y cambio, hoy puedo decir que me imagino a una mujer fresca y positiva que sonríe y la pasa genial escribiendo sus historias sobre mujeres que se enamoran aunque no las dejen.
La nueva Literatura es de las mujeres. Porque las mujeres enseñamos, transmitimos y tejemos las historias que llegan a la gran mayoría de lectores. Desde Harry Potter hasta Pídeme lo que quieras.
Mirá si no, cómo tres hombres escritores se tuvieron que llamar Carmen Mola para vender más que la Maxwell (y no sé si lo han logrado).
Y está genial estudiar, pero no es la única manera de escribir y publicar: Ni J. K. Rowling ni Megan Maxwell son doctoras en Literatura. Son madres, amas de casa, que un día terminaron su primer libro y empezaron a pensar qué hacer con él.
Yo estuve ahí cuando salí del sistema educativo. Y en mi experiencia, después de tanto palo al Yo Mujer y Romántica, pude ponerle FIN a mi primera novela solo porque estaba en un entorno seguro: en el taller literario de un amigo desprejuiciado y amoroso que me ayudó a trabajar con todos mis miedos, sortear mis propios obstáculos mentales y que me alentó a seguir hasta el final.
Hoy en día, con tres novelas románticas autopublicadas y más de cinco en pleno proceso, sé que fue lo mejor que pude hacer con mi vida. Con todo el miedo y contra todo prejuicio. Y estoy muy orgullosa de lo que gané. Estudiar escenas románticas o spicy en vez de quijotescas o bélicas, para mí es como vivir en el Paraíso. No estar en: Vivir.
Ser el Paraíso.
Y quiero ser un poco ese entorno soñado y seguro para aquellas escritoras que, como yo hace unos años, aún no se animan a hacerlo, pero el alma les dice que es hora. Es hora de hacerse palabras y volar sin miedo.
Si te resuena esto, quedate por acá, porque te voy a compartir todo lo que necesites para escribir tu novela y cumplir el sueño de publicarla.
Sin carreras, sin teorías de más, sin orgullos ni prejuicios.
Con todo el corazón y el amor que nos caracteriza.
Cora King ♥
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